TECHO DE CRISTAL
Lola
Fontecha
8 de
marzo de 2020
Quiso desplegar
sus alas para volar libre en ese cielo azul que tintaba de luz el día, pero se
dio cuenta que no podía, ya que había sido contagiada con la enfermedad de la
desidia. El cepillo le arrancaba el pelo sin pudor y el agua en su cara, le desposeía
del color en sus mejillas sin mirarla de frente, escupiendo al suelo las ganas
de sonreír de nuevo.
Lloró durante
horas de impotencia, las palabras eran tragadas por su dolida garganta y
vomitadas después sin ser entendidas por el oído del mundo que ingrato miraba
para otro lado.
Esa mañana
pensó que sería bueno echar un vistazo al espejo, para ver como el revés de sus
ojos brillaba ante la oscura niebla que entristecía sus pasos, apagando de
nuevo el interruptor de las ganas de vivir.
Deshojó la
margarita, conveniando ante los dioses un final inesperado y agrio, pero el
finiquito la alcanzó por hacer traspiés al “te quiero” con el anillo del pasado
puesto en el dedo equivocado.
Marchó de su
vida para no perderla, pasando la dura prueba de mostrar al mundo que no quitaría
nada a nadie. A ella, el tiempo disfrazando “Te quieros” olvidados en la
acera…, inoportunos, fríos, rastreros… unidos a la desvergüenza de quien
prometió darle espacio de confort –hasta que la muerte los separara–, ya se
ocupó de retenerla en cajón sin fondo que traga a borbotones los colores del arcoiris,
cual agujero negro en universo lejano y perdido.
Le dijeron que
por haber nacido mujer, su futuro ya estaba escrito, que las páginas en blanco
habían sido arrancadas por el machismo, y que debía poner sus pies en las
marcas dispuestas para ello. No había derecha o izquierda, ni tan siquiera un
paso atrás si el camino no le convencía, era mujer y eso era lo que había… Sin
más explicaciones, sin más razón que el género en que nació.
No medió
palabra alguna entre golpes, la rabia desdibujaba su cara. De su frente brotaba
sangre sin control, una sangre que le hacía rojas sus retinas. Pero seguía
inmune a su llanto, como si nada pasara. Caía al suelo y como un resorte se
volvía a levantar, ello le cabreaba pero la dignidad era lo único que la
mantenía en pie y no la podía dejar pisar.
Amó a otra
mujer, profundamente. Y un tabanazo le arrancó de cuajo el deseo de sus
entrañas, la ablación hizo el resto.
A la mañana
siguiente, al escuchar la puerta cerrarse, se apresuró, escribió una despedida
que agonizaba entre culpa y promesas incumplidas. Un “siempre estaré aquí”
sobrevolando las letras escritas, una lágrima ante la impotencia de no haber
podido cambiar la dirección prohibida. La negación, el rechazo, el olvido, el
miedo a ser juzgada con la mirada acusadora de quien no entiende de barcos y se
dedica a trabajar en astilleros.
El peaje fue
caro, le costó la crítica fácil al camino escogido, una patada en la espalda y dos
costillas rotas. Él, le dijo que una de ellas le pertenecía por ser hombre, sin
ella no habría existido. Le sumamos un ojo morado y unas hojas rotas en el
salón, pero no restó su existencia en la vida, ni sumó en la cuenta que no
acaba.
No, no miró
atrás, por temor a que se apoderara de ella la estatua de sal y la dejara allí
para siempre. No llevaba maleta, o sí, la llevaba llena de sueños por cumplir y
las ganas de correr siempre hacia delante. Desde aquel día, el sol vuelve a
ponerse de nuevo por ese horizonte que perdió de vista…, entre tanto ruido,
entre tanta gente...
Hoy, decide
ella, no quienes le colgaron a la espalda una heredad podrida, escrita en
renglones torcidos que la esposaban a tradiciones mal paridas.
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