lunes, 3 de abril de 2017

CITA A CIEGAS



Quedamos para una cita a ciegas, a las 17.30 horas del 27 de junio de 1965, yo y el destino. No sabía que me iba a encontrar cuando abriera la puerta, no quería ir demasiado arreglada, la naturalidad forma parte de mis defectos y ser artificial es algo que nunca me ha gustado.

La sonrisa quiso acompañarme, y la dejé venir conmigo, con ello aseguraba una tarde muy agradable.

La soledad se autoinvitó y no pude decirle que no viniera, ya que ella aparece donde y como le apetece en cada paso de nuestras vidas.

La tristeza se colgó de mi brazo, y me dio mucha pena decirle que no podía venir, pero no era el momento más apropiado y le prometí tomar café al día siguiente con ella, de esta manera se convenció, no sin soltar alguna lagrimita y con carita de pena se quedó en casa.

Los sueños, no pidieron permiso y se metieron directamente en el bolso, mientras entraban decían ¡No nos podemos perder esta cita!

Ya se acercaba la hora, no me gusta llegar tarde y me apresuré a terminar con los preparativos. El poemario “Viento del pueblo” bajo el brazo, era lo acordado, y mi vestido color primavera para ser identificada.

Los nervios iban creciendo por momentos y cuando ya salía de la casa, mi madre me deseó suerte con un dulce beso en la frente.

–Sé feliz, mi niña, y no te olvides nunca de seguir dando pasos adelante. Hoy, no sabemos que va a suceder, pero mañana estate segura de que tus pasos serán legitimados por la constancia de la libertad que te rodea y del empeño en hacer creer en ti.

Empecé a andar despacio, sin prisa alguna, al cabo de unos segundos que parecieron horas marchamos más deprisa, yo, la sonrisa, la soledad, y los sueños que sea apretujaban en mi bolso… Pareció eterno el camino aun cuando solo había cien metros para llegar allí donde habíamos quedado el destino y yo.

Ya en el lugar, la música del silencio se apoderó de mí, estuve a punto de cerrar la puerta justo antes de abrirla, pero me armé de valor y di un paso adelante. Miré alrededor, pero no escuchaba “Hagamos un trato” de Benedettí, era lo que me tendría que llevar a mi cita a ciegas. Me senté en la única silla que había libre, pedí un café y abrí mi libro…

Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Pasaban las horas, y “destino” no llegaba, tanto empeño en quedar conmigo, tantos días esperando esta cita. Me dije para mis adentros…

-Tristeza tenía que haber venido conmigo, ¡mira que me lo dijo!

La decepción iba en aumento, no entendía que estaba pasando.

- Buenas tardes, ¿Lola?,
- Si, disculpe ¿Quién es usted?

- Soy tu, en unos años, ¿me invitas a un café?